Sobre descubrir que alguien nos odia
Últimamente le doy muchas vueltas al tema de los vínculos, no soy experta ni capaz de dictaminar algo al respecto. Solo me siento armando un rompecabezas con las fichas mal cortadas.
Veintiocho de los treinta días de abril llovió en Medellín.
Hace tres días salió el sol, ni una nube.
Ayer un titular del periódico local decía
“No se haga ilusiones con este solazo:
todo indica que esta semana volverá la lluvia”.
Esta época del año en la que se acerca mi cumpleaños
siento que la tierra gira más rápido
¿es posible?
Veo fotos de hace un año,
de hace dos;
de hace diez.
Me duele reconocer que sigo sintiéndome
de ninguna parte
y recordar esa fractura es un ritual:
me siento orgullosa.
Un masoquismo
¿quién no tiene uno?
Puedo soltar el pasado pero la nostalgia,
es tierra fértil.
Mis lugares de adentro importan tanto
como los de afuera,
soy la otra de mí misma, que a veces llueve
y truena dentro de mí:
sigo aquí.
Hace poco descubrí que alguien me odia
Nadie vino a decírmelo, me bastó su mirada, un gesto esquivo tipo matrix cuando inocentemente fui a saludarle y un par de antecedentes que nos vinculaban —un período de amistad entre ellos—. Fue muy doloroso porque concluí que se trataba de un desprecio activo.
Gracias a la tecnología, ejercer el desprecio, como ejercer el afecto, es cada vez más fácil. Antes, nuestros “archi-enemigos” estaban por ahí dispersos en el entorno; ahora están en el planeta digital viendo nuestros stories, dedicándonos tiempo, haciendo uso activo de esa energía, alimentando su narrativa con aquello que les compartimos en las pantallitas y haciendo despiadadas evaluaciones online de nuestro personaje.
Descubrir que alguien nos odia, aunque no hayamos hecho nada para provocarlo, puede ser una situación tan interesante como interpeladora por tres razones:
1. Porque vemos el odio como el preludio de un peligro: algo malo puede pasar.
2. Porque sospechamos que quienes nos odian pueden tener razón; que su información negativa puede ser cierta: no somos buenas personas y tal vez, hay algo importante que aprender.
3. Porque confiamos instantáneamente en el criterio y solidez del juicio de ese otro que sabe ver en nosotras el punto ciego, defectuoso; aquello que nosotras no vemos. El pedazo de cilantro en el diente, la mancha en la espalda, el moco esquivo, la lagaña de nuestra personalidad.
En nuestra constitución psicológica, la aprobación del mundo refuerza nuestra autoaprobación. Así que cuando alguien se rebela y nos desaprueba, perdemos la fe. No en ellos (que siguen ejerciendo una autoridad hipnótica sobre nosotras), sino —por supuesto— en todo lo que somos y hacemos.
Mi primera reacción fue confesarle a alguien, con indiferencia, que yo tampoco sentía afecto en lo más mínimo por esa persona. Sin embargo, en privado, durante las semanas siguientes, simplemente no podía dejar ignorar sus juicios en las fantasías de mi mente, porque lógicamente, les había otorgado un estatus superior a los míos.
Esos bucles de pensamiento son como una molestia física que no podemos corregir. Si alguien nos considera egoísta, mala amiga o idiota, será porque efectivamente somos idiotas, egoístas, mala amiga.
Los juicios ajenos tienen barra libre en todas las estancias de nuestra mente. Vagan de forma descontrolada, saltan sobre nuestras neuronas, juegan a darse almohadazos, tiran objetos de los estantes burlándose de todo lo que somos.
Todo el mundo es una tierra extraña
Alguien a quien conocí —y quise durante muchos años— que vivía con una depresión incapacitante, me dijo que lo que más le molestaba de la depresión era que le hacía la vida terriblemente aburrida. "Solo pienso en mí mismo, nada ni nadie me importa o me causa curiosidad ".
Recuerdo sostener su confesión sin pretender aliviarla; abrazarlo y sentirme como redimida mientras pensaba: wow, nunca tenemos más en común con los demás como cuando estamos convencidos de nuestro aislamiento.
Cada vez que alguien dice «Me siento sola / solo», nos quedamos sin motivos para creer que nuestra singularidad es defectuosa y especial. Es probablemente la expresión más generosa de la que cualquiera es capaz. La soledad y la insuficiencia son como mito, un mito diabólico sobre lo que significa ser o no “una persona normal”.
Por eso, existe el arte —ya sea en una película, una novela, un poema, una fotografía, una buena conversación, el teatro, la terapia; incluso— porque gracias a estas expresiones podemos experimentar una sensación básica de asombro: Qué loco —nos damos cuenta— que quizás no seamos tan distintos después de todo.
Haters gonna hate y todos — en algún punto— lo hemos sido
Recuerdo que en mis años de formación como terapeuta, uno de mis profes habló sobre la importancia de “odiar” a la gente. Me dió mucha risa y aunque sé que la palabra suena políticamente incorrecta tenía su punto.
Nuestro mundo —menos mal— ha estado arraigado desde hace tiempo en las nociones de perdón y empatía; con lo cual, las únicas asociaciones que solemos tener de esa palabra son las de patología y barbarie (basta con mirar las noticias sobre Palestina hoy).
Pero lo que aquel terapeuta nos invitaba a reflexionar es esta idea de que, en muchas ocasiones, necesitamos crear espacio para la aversión, la rabia, el disgusto, el rechazo. Aunque parezca absurdo, tóxico e inadecuado que el bienestar emocional dependa de una capacidad selectiva y temporal para aborrecer algo o a ciertas personas.
Por ejemplo:
Pasar por alto que alguien nos ha hecho daño, más que un elevado acto espiritual, es ignorarnos y darnos la espalda. Esto distorsiona la realidad y enferma. A veces, tenemos tanto miedo de que ese “odio”, rabia, rechazo o aversión sea la última palabra en una situación que olvidamos honrar su legítimo papel en cualquier proceso de transformación. Esto es algo que veo todo el tiempo en los procesos que acompaño en terapia.
Además, lo que no ha encontrado su expresión correcta no se disipa, se repliega hacia adentro y empieza a carcomer:
si el otro no es responsable por el daño causado; si con la rabia no ponemos el límite ahí afuera, entonces —matemática e inconscientemente— la culpa, la rabia la dirigimos hacia nosotras.Ahora, hay otra cara de la moneda: Todas hemos tenido momentos en los que vamos marcando, neuróticamente, objetivos para “odiar”— tan improbables que rozan lo absurdo—: una amiga, nuestra madre, una ciudad, la lluvia, el calor, el timbre de la voz de nuestra pareja, la presencia de alguien, un trabajo.
Se trata de ese horrible impulso primordial de transmutar y proyectar nuestro dolor interior en agresión externa. Y ese impulso, bien cuestionado y acompañado, no es más que un primer paso para poder hacernos cargo y responsables de nuestro trabajo interior. El arte de darnos cuenta.
Así que tras varias semanas, de haberme sentido odiada, al final me alegré.
Me alegré por la salud emocional de esa persona (y la mía, claro). Confiando en su proceso, sin perder de vista el mío y usando, de hecho, el mío como espejo de humanidad compartida.
Diez mil cosas
Si escribo sobre esto, es porque últimamente le doy muchas vueltas al tema de los vínculos. No soy experta, ni capaz de dictaminar algo al respecto.
Los vínculos me conflictúan, me siento armando un rompecabezas con las fichas mal cortadas. Me duelen. Me seducen. Rechazo y me siento rechazada. Perdono y soy perdonada. Salgo huyendo, me ilusiono, procuro no demonizar al otro, ni idealizarlo (que es peor), desconfío, me espejo, abandono, me disfrazo, condeno, amo, etc.
Para mí, “tener consciencia de adulta” ha sido una especie de proyecto de investigación. Como todo proyecto creativo, me está tomando muchos años y mi tesis no es tan original.
Ha implicado irme lejos, moverme, estancarme, quedarme en silencio, decidir, perder…pero lo más importante: relacionarme con otros. Con maestros, parejas, ideas, terapeutas, libros, familia, extraños, amistades.
Es a través de estas relaciones que he llegado a conocerme y también a olvidarme de mí misma. Y someter ese “yo” a relaciones dinámicas, sigue siendo la forma más poderosa y real de sentirme viva.
Cuando observo mis propios condicionamientos y limitaciones durante suficiente tiempo —en relación con los demás— entonces puedo distanciarme, sostenerme, redimirme, aceptarme, morirme, renacer.
En palabras del maestro budista zen Dōgen Zenji:
cuando olvidamos el yo,
nos iluminan diez mil cosas.
¿Qué significa hoy hacer comunidad? ¿Cómo sostengo lo que importa? ¿Qué puedo ofrecer a otros sin dejar de habitarme?
Estas son las preguntas del próximo ciclo de Yoga & Escritura del 3 al 26 de junio:
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Estos son los temas que atravesaremos:
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Un abrazo de los que abrazan.,
Caro.
Emociones-Sentimientos reales y necesarios como la sagrada rabia (que es vital para hacer el contorno de lo que debemos cuidar), de la que habla Jagat Kaur. Que nos odien un ratico, que odiemos otro poquito. Pero que recordemos que esos sentimientos tb son pasajeros.
Cuando una persona o situación se instala en la conversación de la mesa de mi casa (porque siempre le llevamos a acotación, una y otra vez, una y otra vez), hago un paro cuando es suficiente y le dejo ir (con ayuda de mi esposo) a quien le pido que si me ve patinando otra vez en lo mismo, me haga una señal. Pero mor, un ratico sí se le da mente a la incomididad y se conversa. Después se aliviana y pierde el sentido.
“Y someter ese “yo” a relaciones dinámicas, sigue siendo la forma más poderosa y real de sentirme viva.” Maravilloso
Resoné mucho en esta cita ya que desde que estoy viajando y conociendo constantemente personas -creando nuevos vínculos, efímeros o duraderos- encuentro en mi relato un monólogo de presentación como nunca antes había experimentado. Que obviamente se va contorsionando en la medida que voy sumando experiencias.
En mi ciudad de origen no tenía que estar presentándome. Siempre eran los mismos vínculos. Mis seres queridos ya saben todo de mí. (O no) Pero detrás de ese océano, no soy nadie para el mundo. Soy todo para mí. Soy un personaje que salió al mundo a crear un superyo. A coleccionar muchos yoes, en cada nuevo lugar al que va. Y en ese proceso lo único que busca también, es desvincularse de cualquier tipo de etiqueta que se reproduzca en ese monologo. Desidentificarse del yo ideal.
Amo leerte Caro 😍 tus palabras alcanzan mis fibras