Hacer sentido sintiendo
Amar y duelar se parecen. Consisten en prestar atención, y no se atraviesan para sentirse mejor, sino para sentir mejor. Sobre duelar, desmigrar y una mirla mensajera golpeando en la ventana.
“Uno sólo ha aprendido a dominar las palabras
para lo que ya no necesita decir, o para el modo
en que no está dispuesto a decirlo”.
— Joan Didion, El año del pensamiento mágico
Hay algo del acto creativo que siempre me ha parecido un misterio, y es esa resistencia que antecede a la acción. El impulso por parir se vuelve una eterna contracción que no dilata; lo que hay por expresar se hace bola, quiste, atasco. Una especie de llama ahogada, algo que incómoda en el cuerpo; es físico. Los pensamientos parecen cacharros arrumados por todas las habitaciones de la mente y la procrastinación se estira como chicle, haciendo ver imposible la otra orilla, donde algo, lo que sea, ocurre.
Sin embargo —y esto siempre me pasa—, una vez cruzo el umbral y doy tres, cinco pasos hasta pasar el punto de no retorno —que no queda muy lejos, a diez minutos como mucho; puede ser escribir este primer párrafo, ponerme los zapatos, salir de casa, hacer el trazo o abrir la compu—, obtengo siempre la misma recompensa, esa verdad autotélica que es como un mantra: Crear me salva.
Eso fue lo que me pasó escribiendo esta carta-ensayo, y un poco de eso trata.
I. ¿Serán los eclipses?
Anoche mi madre y yo tuvimos la misma pesadilla. Nos despertamos con el amanecer a compartir un café y hablamos sobre la mala noche que habíamos pasado. En el sueño un hombre nos perseguía. A ella porque quería robarle y a mí porque quería agredirme. Ella quería gritar y no podía. Yo buscaba sitios donde esconderme y él siempre me encontraba.
Lo curioso es que ambas coincidimos en haber despertado en algún momento de la noche y al volver a dormir, la pesadilla continuó como si le hubiésemos puesto pausa al televisor del insconsciente. El sueño de ambas se repitió: el hombre, el ladrón; el agresor, volvió a encontrarnos. Incluso los escenarios del sueño eran similares. Mi madre tenía bolsas de supermercado en la mano. Yo estaba en un parqueadero llevando un carrito de supermercado.
—¿Serán los eclipses? —le digo a mi mamá.
—Es el depredador de la psique —dice ella—, el del cuento de Mujeres que corren con los lobos ¿te acuerdas?
II. Carolina Allan Poe
Desde hace unas semanas, soy un personaje de Edgar Allan Poe a quien un pájaro —no un cuervo, sino una mirla de patas y pico color naranja— visita cada día puntualmente desde las 5:45 a.m. hasta las 6:00 p.m.
Soy la inquilina temporal de una casa preciosa en el bosque. Cuido los gatos y el hogar de dos buenos amigos que están de viaje y me confiaron la tarea, pero a veces pienso que la casa, el bosque y los gatos son quienes realmente están cuidando de mí.
La situación es ideal para una desmigrante que, después de casi diez años viviendo fuera de Colombia, llega sin saber muy bien por dónde empezar a armar la nueva vida. Así que la casa en el bosque hace las veces de sala de espera, de unidad de neonatos, donde yo, recién nacida, soy sometida a procedimientos de control y observación para ser entregada sana y limpia a los brazos de la mujer en la que me estoy convirtiendo.
Los primeros días, la mirla me tenía desesperada, la odiaba. No me dejaba dormir. Los dueños de casa me dijeron que no la conocían. LLegaba a golpear la ventana con su pico de manera obsesiva. Los gatos la miraban desafiantes del otro lado pero ella no se asustaba. Le puse una linterna para enceguecerla, colgué una toalla por fuera, le grité para espantarla, intenté darle un banano pero nada ha funcionado. Ni siquiera la lluvia.
Mientras escribo esto, la mirla teclea también su mensaje en clave morse sobre la ventana: táca, táca, táca.
III. Mi año del pensamiento mágico
En "El año del pensamiento mágico", ese libro precioso de Joan Didion en el que reflexiona sobre el duelo tras la muerte repentina de su marido, se refiere al pensamiento mágico como una forma irracional de pensar, una creencia subconsciente de que, a través de ciertos rituales o ideas, uno puede alterar la realidad. Durante el proceso de duelo, Didion se da cuenta de que está aferrándose a la idea de que su esposo podría volver si mantiene sus objetos en su lugar, como los zapatos, porque él podría necesitarlos.
Por supuesto, el pensamiento mágico no está basado en la lógica o la razón, sino en el deseo profundo de que las cosas no cambien o se reviertan. Ese pensamiento mágico es una manifestación de las primeras fases del duelo, una forma de lidiar con el dolor y la pérdida a través de creencias ilusorias que brindan una especie de consuelo temporal.
Cuando aterricé en Colombia, dediqué varios días a desempacar maletas enormes y pesadas, acomodando juiciosamente mi ropa y objetos en mi casa de toda la vida, donde siempre hay un lugar para mí. Agendé citas para chequeos médicos de todo tipo, para también poner en orden el cuerpo; me vi con amigas y amigos que me han rodeado con cariño como un lugar seguro, salí de fiesta, bailé, me fui a la selva a facilitar el retiro de Yoga & Escritura que hago cada año, compré un escritorio y le desplegué encima la arrugada lista de pendientes que traía para armar la nueva vida como si fuera un mueble de ikea. Diseñé rutinas y hábitos; y me senté en el trono de mi coherencia a esperar que todo se pusiera en marcha tras mis valientes y muy meditadas decisiones.
Y esperé, esperé, pero la maquinaria del complejo sistema llamado “volver a ser yo” nunca se encendió. Mi pensamiento mágico, lleno de ropa en un clóset, objetos, personas seguras, viejos sitios y rutinas, expectativas y pendientes, comenzó a fallar.
Y entonces, la pesadilla, la mirla, la mujer que desmigró, la mujer que se separó de quien fue su compañero de vida, de la ciudad que fue su casa durante 8 años, de sus dos gatos, de un piso amueblado a su gusto, de un estilo de vida; de una era del alma. Entonces, el bosque, la sala de espera, la mujer-neonato, recién nacida que quiere salir del canal del parto caminando, y el cuento de Poe en el que un cuervo dice: nunca más, nunca más.
IV. Según la RAE se dice doler, no duelar pero para mí no es lo mismo
“Hasta entonces sólo había podido experimentar dolor, no duelo. El dolor era pasivo. El dolor ocurría. El duelo, el acto de gestionar ese dolor, requería atención. Hasta aquel momento habían existido motivos urgentes para borrar cualquier atención que pudiera haberle prestado, para desterrar el pensamiento, para aportar nueva adrenalina con la que afrontar la crisis diaria.”
— Joan Didion, El año del pensamiento mágico
Hay culturas en las que las personas en duelo usan ropa especial para simbolizar su luto y su proceso de introspección espiritual. A quienes atraviesan un duelo, por lo general, se les da permiso para llorar abiertamente, celebrar sus ritos, hablar durante horas, semanas y meses sobre su pérdida. Nadie espera que quienes están en duelo recobren el equilibrio, “la normalidad” en poco tiempo.
A veces pienso que lo mismo se les debería permitir a quienes tienen el corazón roto. Alguien también ha muerto aquí: una versión de uno mismo —la esposa de, la mujer del piso 8A, la que por años estuvo desempeñando el cargo X en la empresa X, la migrante, la viajera, el novio de, la que confiaba en tal proyecto de vida, la que estaba apostando todo por…—. Esta versión nuestra, que ya no tiene signos vitales y no va a resucitar, debe ser enterrada. Se le deberían poner flores en su tumba, ofrendar rituales de gratitud y perdón, enviar un equipo de dolientes para cantar sus canciones favoritas en su memoria y guardar luto.
Tener el corazón roto, sea porque uno perdió o decidió dejar algo que tenía, o porque perdió o decidió dejar algo que deseaba y no pudo ser, debería contarse entre los grandes dolores de nuestra vida.
Y, en ese sentido, permitirse a esa persona —y acompañarla abiertamente a— perder su identidad por completo, perder la libido de su creatividad y de su productividad, sentir que nunca lo superará, odiar y amar al mismo tiempo; debería poder aburrir a sus mejores amigos hasta la muerte con sus agonías repetitivas. Sin que le estén recordando: sé fuerte, diviértete, de esto no te vas a morir, esto también pasará, lo mejor está por venir, esto no merece tus lágrimas, hay peores dolores, vuelve a ser tú. Y sin que esa persona se obligue a sí misma con una autoexigencia recalcitrante a ser fuerte y a divertirse porque de eso no se va a morir, porque se le va a pasar, porque lo mejor está por venir, porque la situación o la persona no merece sus lágrimas, porque hay peores dolores, porque tiene que volver a ser ella misma…
He compartido mi historia con la mirla por instagram un poco riéndome del asunto de no poder dormir después de las 5:30.am y muchas personas me preguntan si le he puesto nombre, si ya sé qué mensaje tiene para mí. Me mandan hallazgos de google que aseguran que “es una señal de alegría y buenos augurios”, “si ves constantemente a un ave en tu ventana, significa que llegarán cosas positivas a tu vida”, “si un pájaro elige tu hogar para crear el suyo, esto puede simbolizar que tu casa es un lugar seguro y acogedor”.
Durante un par de días, la usé como despertador y me sentaba a mirarla. Lo que sea que vea es necesario verlo. Y empecé a intentar decodificar su clave morse. Una pájara (Turdus fuscater) andina -como yo- con la mirada perdida picoteando insistente un reflejo, como queriendo hacer nido; construir hogar en una fantasía, en una ilusión, en un espejismo. (¿como yo?, ¿será eso?).
V. Hacer sentido sintiendo
En "Mujeres que corren con los lobos" (the holy bible), Clarissa Pinkola Estés, explica en un cuento que se llama Barba azul, sobre el depredador de la psique: una fuerza interna destructiva que ataca la creatividad, la fuerza vital y el instinto salvaje de las mujeres. Este depredador se manifiesta a menudo en sueños y pesadillas, representando miedos profundos, traumas o aspectos que estamos reprimiendo y quieren ser escuchados.
Cuando las mujeres tienen pesadillas con figuras amenazantes como hombres agresores o situaciones de peligro, ella sugiere tratar de meditar sobre a qué le estamos impidiendo crecimiento o libertad. O qué de nuestra naturaleza instintiva y sabia estamos desatendiendo.
Escribir un diario cada mañana, me ha enseñado que incluso los sueños son una guía. Al escribir sobre nuestro presente, todo es información. El día de la pesadilla tan rara que tuvimos mi mamá y yo, ella mencionó esa parte del libro. Y entonces, la clave morse de la mirla, la casa, el bosque, la maquinaria averiada, la desmigración, el atasco creativo, el pensamiento mágico, la escritura y mi cuerpo me dieron un regalo.
Cuando me senté a escribir, le di voz a ese depredador interno, el hombre de mi sueño. Lo escuché y empecé a tejer mis símbolos, a mi manera, a darles sentido. Me di cuenta de todo lo que no me había estado permitiendo, ahogando como una vela en un frasco.
Lo que no me estaba permitiendo era sentir.
Llevo años, diciendo en cada clase de yoga, en cada taller de mindfulness y escritura que todas las herramientas de autoconsciencia que aprendemos no son para sentirnos mejor, sino, para sentir mejor.
En fin…
uno enseña lo que tiene que aprender.
Al igual que el cuervo de Edgar Allan Poe, que visita al protagonista del cuento para ponerle de frente el dolor y la imposibilidad de hallar consuelo o respuestas ante la pérdida de su amada. Así, mi mirla me había estado golpeando la ventana táca, táca, táca, para decirme que seguir sosteniendo expectativas de mí misma después de haber mudado de piel, ya no tenía ni pies ni cabeza.
“Ni eres lo
que fuiste,
ni serás lo
que eres,
Ni fuiste lo
que serás”
Así que celebré mi funeral. Los carnavales de esa que fui. Me llevo flores, hongos mágicos, miel y canciones para sentir, y sentí ,y me he dedicado a sentir. A rendirme. Y he estado ofrendando mis cenizas por todas partes. Entendiendo que eso de duelar es una cuestión de humildad. No va de saltos cuánticos, ni de meterse en un microondas. Tampoco va necesariamente de “tener algo por sanar”.
Sé que muchas personas en estados de transición, en sitios liminales, me leen. Algo que he aprendido en mi camino terapéutico es que comenzamos a sanar en el momento en que empezamos a sospechar que no somos simplemente desafortunadas al azar, sino que hay patrones de autosabotaje que emergen cuando el traje -de eso que solíamos ser-, ya no nos sirve.
Sin embargo, si hacemos la tarea de cultivar la espontaneidad y la consciencia, no tenemos que estar obsesivamente en esa misión de “sanar”.
A veces simplemente se trata de “dejarse en paz”, de sostener el “vacío fértil”, de “darle tiempo al tiempo” (qué sabia es esa expresión), de mirarse en los ojos de un ave andina y decirse:
“Querida mía, deja que la cosecha te rinda:
rendimiento,
rendición”.
Rendirse es un rezo, una devoción, es un rito de paso.
Viene algo.
Y si no viene es porque quizá, no hemos sabido mirar.
Amar y duelar se parecen. Consisten en prestar atención, y no se atraviesan para sentirse mejor, sino para sentir mejor.
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Un abrazo-viajero,
Caro.
Hola Caro, y a quienes por aquí nos encontremos. ¿Sabes?, el Leerte trajo a mí cabeza como un rayo un poema de Roberto Juarroz que siento siempre tan necesario.... "Hay que dejar que aflore en uno mismo la inversión de su imagen, para poder verse de otro modo, para mirar las cosas de otro modo; la forma libre de nuestra imagen (...) hay que obtener el propio negativo y en vez de revelarlo, socavarlo". Hay algo de ese tiempo al tiempo que mencionas, que precisamente poco tiene que ver con dar de una vez con esa nueva versión de nosotras, con revelarla, sino con entender a ese tiempo en su verticalidad, su hondura. Y, como tan bien lo has dicho, rendirse a esa profundidad que no es otra sino la nuestra. Siento al fin, el parirnos no solo implica darnos a la luz, sino el hallarnos de pronto con un útero vacío que también nos habita dentro, y con nada es preciso llenar; tan solo dejar reposar.
Abrazo a la distancia
Buen texto para reflexionar, y en el que también me hizo pensar que no solo un cáncer te devora por dentro, la depresión también te mata lenta y agónicamente. En la primera te cuidan y acompañan, en la segunda solo te rodea la soledad y la incomprensión.
El la primera luchas por sobrevivir y en la segunda luchas por intentar querer vivir.